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'La larga marcha': Reseña de la novela, por J. D. Martín


Supongo que he de empezar diciendo que no es una de las mejores novelas de King, desde mi punto de vista. Claro que es de sus primeras obras, y como todo escritor, él ha evolucionado mucho con el tiempo y el trabajo.


Fue publicada en 1979, con el nombre de Richard Bachman. Como ya saben los seguidores del autor, tuvo una época en que publicaba con su nombre y con este pseudónimo, porque su ritmo era mucho más rápido de lo que las editoriales asumían. Trabajaba, según sus propias palabras, «con una energía que ahora sólo puedo imaginar en sueños».


Lejos del terror puro, esta obra es una ficción especulativa que yo uniría a Carretera Maldita y El Fugitivo, publicadas también bajo el nombre de Bachman a principios de los años ochenta, y que creo responden a una inquietud del autor por el mundo deshumanizado que percibe. En el caso que nos ocupa, la historia se sitúa en los Estados Unidos, cuando cien jóvenes muchachos se reúnen en el punto de partida de un concurso en el que el vencedor podrá pedir cualquier cosa como premio, mientras el resto morirán. Un concurso en el que el participante se juega la vida, al igual que en El Fugitivo. Novela, por cierto, que no tiene mucho que ver con la película que inspiró. Aunque si me das unas palomitas y un par de cervezas, estaré encantado de ver esa peli por enésima vez.


Como inciso, decirte que es muy posible que muchos lectores no estén de acuerdo con mi definición de «ficción especulativa» y prefieran el término «distopía» o alguno de los más modernos y específicos. Bueno, no lo discuto, es simplemente que en lo personal prefiero hablar de géneros no demasiado cerrados, y que en esta novela no se nos describe el mundo y su tiempo con tanta precisión como para hablar de cyberpunk, literatura progresiva o cualquiera de esas corrientes tan limitadas. En eso soy un tipo muy básico, al leer y al escribir. De hecho, cuando alguien me pregunta cómo trabajo el worldbuilding de mis novelas, balbuceo sonrojado que intento describir un sitio en el que pasan cosas en un momento. Así que te pido perdón por mi falta de precisión técnica y vuelvo a lo que considero importante, leer y disfrutar.


El encargado de introducirnos en el contexto narrativo es Garraty, un chaval de dieciséis años que acaba de llegar al punto de partida de la Marcha. Como está cerca del lugar donde vive, es considerado el concursante local, lo que le da un plus de confianza. Mientras los concursantes se reúnen, nos enteramos del funcionamiento del concurso. Cien muchachos empiezan a caminar, debiendo mantener una velocidad mínima de seis kilómetros y medio por hora. Si bajan el ritmo, reciben un aviso de los soldados que marchan tras ellos, hasta un total de tres. La cuarta vez que bajan el ritmo, los soldados les «dan el pasaporte». Está prohibido abandonar la carretera, molestar a otros marchadores o coger nada del público. Así de sencillo.


El hecho de que sean voluntarios resulta llamativo. Nos habla de cómo esta sociedad ha aceptado e incluso aplaude el régimen totalitario en que vive.


Por el monólogo interior de Garraty sabemos que la autoridad suprema del concurso es El Comandante, un icono deshumanizado que se nos describe como el militar perfecto, una especie de Sargento de Hierro, severo y distante, que despierta la admiración de los concursantes y el aplauso del público. Garraty nos dirá que su padre odiaba y despreciaba al Comandante y el orden que representa, pero que nunca le vio en persona y por eso no entiende nada. Atento a esto, porque King comete un fallo en la novela.


No, no te enfades conmigo, paciente lector. King es genial, pero no perfecto.


Comienza la Marcha tras la aparición del Comandante, que asigna dorsales y anima a los chicos, y vamos conociendo a otros participantes mediante las observaciones de Garraty y las conversaciones que se establecen. A fin de cuentas, son un grupo de jóvenes paseando en un cálido día de mayo.


Algo bastante inofensivo.


La primera vez que leí esta novela esperaba encontrarme con historias crudas, pobreza extrema y necesidades económicas o vitales muy marcadas, que justificasen la participación de los muchachos en la Marcha. Así ocurre en El Fugitivo, donde Ben Richards gana dinero, que recibirá su mujer enferma, por cada minuto que siga vivo, esquivando a los cazadores. Reconozco que me sorprendió (un acierto de King) el que la mayoría de ellos no tenga en realidad un motivo claro para estar allí. De hecho, en muchos momentos se muestran como una panda de idiotas influidos por la masa social, participando solo porque está de moda, por salir en la tele, por una fama efímera y bastante inútil. Nada muy diferente de los «challenge» de internet o los participantes en ciertos concursos y «realities» de moda. De hecho, resulta más creíble en este momento que en aquellos años ochenta, época en que éramos igual de tontos pero no teníamos medios para difundir nuestra tontería con tanta rapidez.


Caminamos con los chicos, avanzando por una carretera cada vez más incómoda, cuyo asfalto se calienta bajo el sol, y entendemos que se ha cometido un error, un error terrible. Varios de ellos, incluso nosotros como lectores, esperamos en algún momento que todo esto sea una broma. Hasta que alguien recibe los tres avisos y escuchamos el ladrido de los rifles.


Aquí se muere. Se muere de verdad.


Pronto se forman grupos, nacen odios y afinidades, como en cualquier reunión de jóvenes. Como puede pasar en un instituto, una fiesta o un equipo de trabajo. Me llamó la atención que el concursante «malo», el que todo nuestro grupo considera el enemigo a batir, se llame Gary Barkovitch. No sé si el parecido de este nombre con David Berkowitz, el «hijo de Sam», asesino en serie cuya truculenta actividad criminal se desarrolló entre 1976 y 1977, resulta casual. Me gusta pensar que King utiliza este recurso para despertar una sensación de odio hacia él en sus lectores, que en el momento de la publicación de la novela tendrían muy frescas las noticias sobre el caso.


Claro que esto es sólo una conjetura. Me encantaría preguntárselo al Maestro.


Sigamos marchando. Los primeros concursantes van cayendo. La muerte se presenta como algo real, y la interacción con el público, que se acerca a la carretera para ver pasar a los marchadores, nos habla de lo enferma que está la sociedad. Los chicos son ya conscientes de que no hay vuelta atrás y Garraty nos cuenta que, hace muchos años, sus padres le llevaron a ver la Marcha. En aquella ocasión no vio morir a nadie, por lo que todo esto le pareció más fascinante que peligroso. Los marchadores, el Comandante y la gente apiñada en la cuneta, vitoreando a sus héroes. La masa social, el pueblo aplaudiendo a los gladiadores que encarnan, de forma monstruosa y retorcida, los mejores valores de ese mismo pueblo. Y el padre de Garraty, crítico con el sistema, que le acompaña para que vea por sí mismo lo terrible y equivocado del proceso.


Aquí es donde veo el fallo que mencionaba antes. Se nos dice al principio que el padre de Garraty critica al Comandante porque nunca le ha visto en persona, y ahora que asiste a la Marcha y a un discurso del Comandante. Bueno, nadie es perfecto.


Y, sin ser del todo «errores», cabe mencionar un par de curiosidades que me llamaron la atención en mi primera lectura, siendo mucho más joven de lo que soy, y que tienen que ver con la traducción. Un trabajo, el de traducción, que puede dar o quitar mucho a cualquier novela.


El primer detalle está en las distancias. En varios momentos se habla de distancias curiosas como hitos. El primer kilómetro y medio de Marcha, por ejemplo. Parecía más lógico hablar del primer kilómetro, o de los cinco primeros. Me llamó la atención que esos números no fuesen redondos, y tal vez a ti también te choque, paciente lector, pero claro, King habla de millas y el traductor optó por mantener las distancias pasándolas a kilómetros, supongo que para ser más fiel a la intención del autor.


El otro detalle está en el inicio de uno de los capítulos. King cita varios concursos populares o frases de personajes conocidos al empezar cada capítulo, y en uno de ellos el citado es el personaje de Barrio Sésamo, el Conde, ese vampiro que se dedicaba a contar murciélagos. En mi edición se traduce su frase como «Me llaman el Contable, porque me gusta contar». En el programa televisivo esta frase era «Me llaman el Conde, porque me gusta contar». De niño me desconcertaba esta presentación, no sabía qué tenía que ver el título nobiliario con la afición a contar. La confusión viene, claro, por el uso de la palabra inglesa «count» que significa igualmente «conde» y «contar», generando esta curiosidad que sin duda nada tiene que ver con el desarrollo de la novela, pero me resulta entrañable. Volvamos a la historia.


Garraty padre servirá para explicarnos que los inadaptados, los que protestan, los críticos, son malos para el sistema. Un día, los Escuadrones llegan al hogar de los Garraty y se llevan al padre. Discretos, limpios, asépticos. Se nos sugiere así que una fuerza dictatorial gobierna esta sociedad. Y la narración del joven nos muestra que él mismo considera a su padre un tonto, un borrachín que se equivocó y pagó el precio. Hasta las mismas víctimas del totalitarismo parecen aceptarlo, despreciando a quienes se salen del marco establecido, eligiendo seguir su vida como borregos de un rebaño callado y conformista.


Pero King no sigue por ese camino, centrándose en las vivencias y sensaciones de los muchachos, aunque hay leves referencias al racismo y las diferencias sociales en sus conversaciones o su interacción con el público.


El narrador nos lleva cada vez más a una atmósfera aislada, claustrofóbica. Sólo la carretera importa, y creo que lo hace porque así funciona la sociedad que profetiza y critica. No hay más que el siguiente paso adelante. Un heroísmo absurdo, el de dar un paso más, la victoria pírrica de no caer, de seguir siendo un engranaje del sistema, por inhumano que este sea. Para nada diferente de nuestra propia vida, en la que la mayoría de nuestros actos de protesta se remiten a charlas de bar, comentarios más o menos ingeniosos en las redes sociales y quejas susurradas. Por eso creo que King acierta al no contarnos demasiado de ese régimen político, ya que La Larga Marcha es una historia de personas, de individuos. Un relato sencillo, que no simple, en el que el narrador aún no ha desarrollado todo su potencial, pero ya es capaz de convertir lo cotidiano en terrorífico. La amistad, la solidaridad y la empatía se convierten en enemigos del individuo cuando sólo uno de los miembros del grupo puede sobrevivir. Los marchadores, que encarnan para esa sociedad enferma valores de superación, que son héroes por un tiempo, se muestran en realidad como víctimas del sacrificio (tal vez no sea banal el número de cien, como en las antiguas hecatombes paganas donde cien reses eran ofrecidas a los dioses, en lugar de uno o dos por estado del país) y alimentan la ignorancia de esa sociedad abotargada y marchita.


Así pues, nos muestra de forma descarnada cómo el poder político y mediático es capaz de desvirtuar la idea de los valores humanos, utilizándolos en contra de la gente a la que se supone que ha de guiar y defender, cuya vida debe proteger y mejorar, y se alza con la victoria consiguiendo que esa misma gente aplauda el proceso, que se conviertan, nos convirtamos, en guardianes y verdugos de nuestros semejantes. Tal vez sea un buen momento para releer La Larga Marcha y El Fugitivo, preguntándonos si nos sentaríamos ante la televisión para ver programas así.


Como dice uno de los marchadores mientras el público aplaude la muerte de otro, está claro que ellos son animales. Pero eso no significa que nosotros no lo seamos.



Si quieres leer y saber más sobre J. D. Martín, visita su blog de literatura Lo Juro por mi Tatuaje.

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